No sabía explicar cómo se
sentía, pero no estaba bien y eso era evidente. De un tiempo a esa parte estaba sin ganas de nada; se limitaba a un pasar de las horas, de los días;
todo en la más completa y monótona rutina. Vacía. Tal vez esa era la palabra
exacta, aquella que fielmente la representaba en esos momentos. Nada lograba
quitarla de ese estado... hasta aquella mañana.
Antes de ir al trabajo,
pasó por el bar; la costumbre del capuchino y el croissant eran de las pocas
cosas que no habían cambiado. Caminaba distraída y estaba por entrar, cuando se
topó con un hombre al que no había visto antes. No pudo evitar el gesto de
sorpresa cuando, levantando la vista del suelo, encontró esos ojos negros que
la atravesaban. Alzó una ceja y abrió la
boca para decir algo, pero ningún sonido salió de ella. Simplemente inspiró
todo el aire que cabía en sus pulmones, y con ello también su perfume. Él la
hizo pasar sin decir una palabra, pero sin dejar de observarla. Ella entró,
sonrojándose al pasar a su lado; su imaginación siempre le había hecho trampas.
Eyyy... pensé que ya no
venías esta mañana... –la saludó Caro, la chica del bar, sacándola de la nube de
sus pensamientos. ¿Cómo te sientes?
Pues ya me ves, parezco una
tortuga de lo lenta que voy últimamente... –respondió sentándose en la barra y
pidiéndole lo de siempre.
Se pusieron a conversar
mientras ella desayunaba, estaban prácticamente solas y aún tenía poco más de
media hora. Con el rabillo del ojo observaba al hombre que se había cruzado al entrar. Solo; bien
vestido; elegante en sus maneras; abstraído en su mundo; serio, tal vez
demasiado. Vió que se levantaba y se dirigía donde estaba ella; pagó la cuenta
y se marchó, pero dejó el periódico allí. Sin un motivo o quizás sólo por su innata
curiosidad, tomó el periódico; enseguida notó algo escrito al pie de la página.
“No importa la velocidad de tus pasos, sino la claridad de tu
rumbo.” No podía
quitar la vista de aquellas palabras. Esa caligrafía prolija, precisa;
decididamente masculina. ¿Acaso la frase sería para ella? ¿Había escuchado su
conversación? No sabía si ofenderse por la indiscreción o sentirse halagada por
la atención. Sacudió la cabeza, como tratando de quitarse esas ideas y
pensamientos; al fin y al cabo era un desconocido, y seguiría siéndolo.
Fue así hasta la mañana
siguiente. Entrando al bar giró la cabeza instintivamente hacia la mesa donde el día anterior se había
sentado aquel hombre. Y allí estaba. Parecía que esperaba a a alguien, y eso la
cabreó. Ahora se comportaba como una niña; pero ¿qué motivos tenía ella para
ponerse de ese modo? Ninguno; él seguía siendo el mismo desconocido del día
anterior, aunque esa idea era lo que parecía disgustarla.
Casi ni abrió boca; el bar estaba lo suficientemente lleno como
para que Caro ni lo notara. Algunos minutos después, él se acercó nuevamente a
la barra y, como la mañana anterior, pagó la cuenta y se marchó, dejando el
periódico allí. Apenas se cerró la puerta ella lo tomó y buscó, apresurada,
alguna señal. Y allí estaba, otra vez. Sólo una frase que la hizo temblar toda.
“A veces, no hay nada más elocuente que el silencio.” Era para ella sin duda. Sino
sería una coincidencia demasiado grande, y ella no creía en las coincidencias. De todos modos, la pregunta que
continuaba girando en su cabeza era ¿qué le hacía suponer a ese hombre que ella
habría leído lo que él escribía en un periódico cualquiera? Comenzó a cabrearse
otra vez; ¿desde cuándo permitía que alguien asi penetrara en su cabeza;
dominara sus pensamientos; merodeara en sus sensaciones? Aún así pensó en él todo el
maldito día, y eso la enfurecía más.
Siguió yendo al bar cada
mañana, a pesar de decirse una y otra
vez que sería la última. Y como cada mañana, él estaba allí; y después de un
rato se marchaba dejando alguna frase en el periódico del día. Luego de una
semana, cuando infaltablemente él abandonó el bar y ella, como una felina
curiosa, no se resistió a buscar lo que habría escrito; deseó salir corriendo
detrás para preguntarle ¿quién diablos se pensaba que era? Pero no, no lo hizo. Como siempre pudo más su
timidez que su furia; aunque ésta la hizo pensar en cómo encararlo. Decidió que no pasaría del día
siguiente. Tímida sí, cobarde jamás.
Así fue hasta la mañana siguiente
en que lo vió sentado en la misma mesa de todos esos días. Lo observó por unos
cuantos minutos, mientras terminaba su capuchino, sin decidir si acercarse de
una vez por todas. Hasta que lo vió consultar su reloj, y supo que se marcharía
otra vez. La verdad es que nada tenía que perder.
¿Puedo...? –preguntó
sentándose atrevidamente frente a él.
Finalmente... te estaba
esperando. –y sonrió complacido.