Allí estaba, otra vez
en ese bar. Observándolo mientras entraba y se sentaba frente a mí. Su clase,
sus modos. Habían pasado algunos años pero él continuaba a ser un hombre de
apariencia fascinante. Tenía ese no sé qué por el cual las mujeres, sin
importar la edad, giraban la cabeza. Y ese había sido el comienzo de todos los
problemas. Su porte; ese modo todo suyo de ser siempre dueño de la situación,
de hacer que una mujer se sintiera una princesa, pero poniéndola a sus pies.
Me había costado unos
meses acercarme a él. Debí tener mucho cuidado, nunca me gustó ser yo la del
rol de cazadora, y con él menos que menos. Pero debía ponerme en situación de
ser su botín. Sabía sus gustos, sabía sus debilidades, sabía con qué podía
tentarlo, seducirlo. Sólo debía ser yo. Sólo debía ser lo que había sido ella.
Una mirada atrapante,
profunda. Una mente curiosa, inquieta. Una pizca de inocencia en esa sonrisa
tímida. Y el cazador fue cazado. Agradecí no notara el parecido y su falta de
memoria auditiva. Ahora estaba allí, delante mío, desplegando todos sus encantos,
mientras le sonreía, no por el instante, sino por lo que sabía que vendría.
Me invitó a su
departamento, finalmente. Acepté, entre complacida y repugnada. Entraría allí,
donde todo había iniciado, donde todo había terminado. Sus manos quitaron cada
una de mis prendas de forma magistral, como seguramente había hecho con ella.
Estaba excitada, sabía que en poco apagaría mi hambre, mi sed. Tomó unas esposas,
unas de las cosas con las que le gustaba jugar. Lo miré fijo, y él cambió la
oscuridad de mi mirada por pícaro atrevimiento. Lo excitó mi osadía, su erección
me lo decía, y se dejó hacer.
Lo esposé al cabezal
de la cama. Allí, donde tantas otras veces había sido otra la presa. Donde ella
lo había sido. Ya no se lo veía tan poderoso.
Con estos jueguitos
una niña podría enamorarse... –dije mientras la suave piel de mis muslos rozaba su vientre.
Que suerte que tú no
eres una niña entonces... –respondió sonriendo de lado.
Aún se sentía muy
seguro. Entonces le vendé los ojos, me apoyé a su pecho y lo besé. Necesitaba
que confiara, no podía arriesgarme a ninguna duda.
Tienes razón, hoy
estoy yo en tu cama, y no una niña... –susurré en su oído. Pero no siempre ha
sido así, ¿o no?
¿De qué hablas? –murmuró.
¿No estarás celosa?
¿Celosa? –casi me reí
a carcajadas, más por los nervios. No, no son celos, es certeza. Certeza que
nunca te ha importado quién metías en tu cama, ni qué sentimientos
despertabas...
¿De qué carajo hablas?
–decía mientras empezaba a moverse debajo de mi cuerpo.
Hablo de una niña a la
que enamoraste... por la cual hiciste de todo para meterla en tu cama... por
capricho, por sacarte el gusto... sin importarte nada... –continuaba a decirle
mientras él ya se lastimaba las muñecas. Y esa niña te creyó... creyó en tus
palabras... y vos la envolvistes en tus perversiones, en tus juegos... ni
siquiera te frenaste cuando te advertí...
Suéltame... no sé de
qué hablas... –no lograba gritar, o no quería; moviéndose tanto, se quitó la
venda de los ojos, y por un instante, vi su sorpresa. ¿Me advertiste? ¿Cuándo?
Esa niña te creyó y se
involucró... esa niña no se dió cuenta que para vos era todo un juego... y
busqué tu número y te llamé... te advertí que ella era una niña, y se estaba
enamorando... te pedí de no herirla... pero no te frenaste... –mi voz era tan
fría como la sangre que me corría por las venas y no me detuvo ni siquiera el
terror de su mirada delante de la navaja que ahora tenía en mis manos. Por eso
te digo que es certeza... certeza que te he advertido, y que te he dado
tiempo... pero no me has escuchado... y todo se transformó en dolor... el dolor
de esa niña que se sintió usada, dejada... un dolor que llevó a esa niña al
abismo, a la desesperación... y mi dolor, por no poder ayudarla, rescatarla,
salvarla... mi dolor cuando la perdí, cuando perdí a mi niña...
Y mientras el filo
cortaba su orgullo, y mis manos esta vez se mojaban del rojo de su sangre,
volví a acercarme a su oído.
Esta vez no olvidarás
mi voz, porque será lo último que oirás... –el rostro de mi niña en sus últimos
minutos cruzó por mi mente. Tendrías que haberme escuchado... tendrías que
haberme creído... te lo advertí, yo por mi hija mato...
Es el número 20: Un relato que acabe "Yo por mi hija mato".)