Se subió al auto sin
pensarlo demasiado, y antes de ponerlo en marcha, controló por enésima vez el
maquillaje, ahora en el espejo retrovisor. Se preguntaba en qué momento había
tenido la brillante idea de volver, ¿a caso no se encontraba bien ella así como
estaba? Pero le había dicho a él que lo haría, se lo había prometido, y si algo
siempre le había gustado, era cumplir con su palabra.
Arrancó; no eran
demasiado los kilómetros que la separaban de aquella casa, pero tampoco deseaba
encontrarse en medio al tráfico de aquellos que elegían salir a pasear un domingo a la mañana. Él le había contado
que todo era prácticamente igual, las mismas costumbres, las mismas
tradiciones. Aunque no había profundizado mucho sobre el tema, como si él
evitara ponerla de frente a la realidad. Pero no hacía falta, ella ya sabía lo
que encontraría. Imaginaba ya el rostro de su tía cuando abriera la puerta de
la casa. No lo creería. Después de todos esos años, diecisiete para ser
exactos, donde sólo había reinado el silencio. Ella no le había contado ni a su
madre que pensaba volver, y es que sentía que no lograría comprenderla. Hacía
ya tiempo que había dejado de librar batallas que no eran suyas, y mucho menos,
continuaría a combatir enemigos ajenos. Estaba preparada; preparada para los
reproches, al fin y al cabo, serían los de siempre, segura que eso tampoco
había cambiado. Le parecía ya oír esa voz que marcó su infancia, diciendo lo
egoísta que era; que con qué coraje se presentaba allí hoy y, sobre todo, para
qué, qué buscaba.
El paisaje de los
costados de la autopista continuaba a pasar como si nada y ella probaba a
respirar para serenar toda la agitación que comenzaba a invadirle el cuerpo.
Cada tanto se cruzaba con imágenes de todo lo que había sido y no podía dejar
de preguntarse cómo había llegado a tanto. En definitiva, había sido ella a dar
el portazo y alejarse lo más posible. Y ahora volvía. Es que diecisiete años no
son pocos; ella había crecido, había vivido tantas cosas y aprendido que, tal
vez, no todo era blanco o negro. Ya no era esa veinteañera rebelde, que quería
llevarse el mundo por delante y que estaba segura de poder lograrlo. Ahora era una
mujer adulta, y una que necesitaba cerrar ciertos círculos. No pretendía
disculpas de nadie, no era eso. Sabía que los errores habían sido de ambas
partes, aunque esto no le fuera jamás reconocido. No importaba. Ya estaba allí.
Estacionó frente a la
casa; todo se veía exactamente igual, como si el tiempo no hubiese pasado. Sólo
faltaba que tres niños salieran corriendo por el costado. Gritando, sonriendo,
jugando. Tembló y por un momento pensó en escapar otra vez. Respiró profundamente,
bajó del auto y sonó a la puerta.
Un momento... ya llego...
–la inconfundible voz de su tía le gritó desde adentro.
Dos minutos después la
puerta de la casa de su nonna se abría y su tía se la quedaba mirando
emocionada. Ninguna de las dos lograba pronunciar una palabra, y por todo gesto
se abrazaron.
Pasa... pasa... –dijo su
tía mientras casi la empujaba dentro. Tu nonna está en la cocina, porque
supongo que es a ella a quien quieres ver, ¿no?
Sí... –respondió en un
susurro. Sé que es la hora del almuerzo, y no quiero molestar...
¿Qué dices? –respondió
su tía deteniéndose de golpe. Ella no entenderá nada, pero se pondrá contenta
de que alguien haya venido a visitarla.
¿Alguien? ...se
preguntó para sus adentros. Estaba allí, preparada y lista para la lluvia de
ataques que le caería encima. Entró en la cocina; ahí estaba ella, su nonna.
Parada de espaldas no la había visto, estaba concentrada girando lo que sin
dudas sería el estofado; pese a los años, ese perfume era inconfundible. No podía decir nada, en un segundo había perdido la
voz, sólo pudo toser.
Hola nena... no te
escuché entrar... –dijo la anciana girándose con la cuchara de madera en la
mano. Has llegado justo en tiempo, ¿te quedas a almorzar?
Ella seguía muda,
inmóvil en mitad de ese espacio lleno de recuerdos. Su tía apareció por detrás,
y como si supiera que estaba a punto de caer, la sujetó por la cintura.
Mamá... ¿viste quién
vino a visitarte? –preguntó su tía sin soltarla.
La nena... –respondió la
anciana. La amiga de Fer... ¿se queda a comer?
La escuchaba y era como que el tiempo transcurría en cámara lenta,
nada tenía sentido; y a la vez, todo comenzaba a encajar perfectamente. Por
ello él le había hecho prometer que iría hasta allí. Le había hecho entender
que se lo debía, sino a otra persona, a ella misma. Su nonna ya no recordaba todo,
había olvidado muchas cosas, entre esas, a ella.
Nena... yo ahora me
voy a dormir la siesta, ya estoy grande para aguantar tantas horas en pie... –comenzó
a decir su nonna soltándole la mano que había sujetado por todo el almuerzo y
acariciándole el rostro. Tienes unos ojos hermosos, una mirada con luz... espero vuelvas otro día...
Seguro... –respondió ella. ¿Por qué no?
No pudo evitar romperse en llanto. Ella estaba preparada para todo, para los reproches, para las
recriminaciones... para todo, menos para lo que había pasado. Menos para que su nonna no la
reconociera, menos para no poder disculparse. Menos para darse definitivamente cuenta que, tal vez, ya era demasiado tarde para volver.