El invierno había
convertido a la ciudad en un lúgubre muestrario de tonalidades grices. El
cielo, plomizo, parecía a punto de llorar y, sin embargo, me encantaba caminar
cuando era así. Perder mi mirada en las calles del puerto cuando los rayos
iluminaban el horizonte. ¿Serían acaso un presagio? Tal vez hoy finalmente lo
vería; lo encontraría cara a cara. Sólo así, mirándolo a los ojos, podría
entender el porqué de aquel gesto para conmigo, aún si esa respuesta ya no
importase.
Mis pasos, lentos, no
tenían eco, el asfalto los absorbía. Como yo había hecho con mi rabia todo ese
tiempo. Cruzaba a la gente pero ellos no me veían. Nunca lo hicieron, ¿por qué
ahora tendría que ser diferente? En cambio, yo sí los veía. Veía cómo se
arrastraban cual muertos vivientes; ellos y sus desilusiones; ellos y sus
apatías; ellos y sus hipócritas satisfacciones; ellos y sus traiciones. Ellos,
que como él, iban tan impunes en eso que llamaban vida.
Y ahí estaba; sentado
en el bar de siempre. En cierto modo, me encantaba que fuera tan rutinario, me
haría las cosas más fáciles. Esperé a que saliera y lo seguí. Ya era de noche y
él caminaba distendido hacia nuestra casa. Había visto su sonrisa, debía
admitir que no había perdido una pizca de su atractivo. Colocó las llaves en la
puerta, me pegué a su espalda y entré con él.
Te dije que no debías
hacerlo... que vendría por ti... –le susurré. Esta vez, ni la muerte nos
separará.
Continué a sonreir mientras
me iba, llevándome la única cosa de él que siempre había deseado tener.
(Este microrrelato pertenece a los
"Relatos Jueveros"
y esta semana la convocatoria fue hecha
por Mag desde su blog: "La trastienda del Pecado".
Te invito a leer el resto de los
participantes aquí!)