Hacia días que estaba
en viaje. Atravesaba esas enormes dunas color ocre junto al tuareg que me
llevaba a esa ciudad que tanto ansiaba conocer. Él era un hombre de pocas
palabras y a mí me resultaba tranquilizador. Necesitaba pensar en todo lo que
había dejado atrás, segura que no volvería sobre mis pasos. Iba totalmente
cubierta, lo único que se me veía eran los ojos, de otro modo no hubiese
permitido que viajara con él.
Finalmente, el océano
de arena se había transformado en un azul transparente. Él no quería pero
convencí al tuareg para que me acompañara por la ciudad, pese a todo no era
aconsejable que una mujer anduviera sola por allí. Había una exagerada cantidad
de gente, comerciantes y mercaderes de todo tipo y raza; pero esto no me
impediría de llegar al único sitio que realmente me importaba.
Me detuve frente a
esas primeras escalinatas y me arriesgué a quedar sin aliento ante lo que mis
ojos veían en ese momento. Esas enormes estatuas a los lados, custodiando la
entrada de ese mítico lugar con el que por tanto tiempo había soñado. Subí
lentamente, mis pasos deseaban sentir cada peldaño. Pasé através de las
imponentes columnas del ingreso y nada, ni nadie, hubiese podido prepararme
para esa maravilla.
Hacia donde dirigiera
mis ojos había libros... libros y más libros. Allí estaba el saber de la
humanidad desde el inicio de los tiempos. Todo, absolutamente todo se hallaba
allí. El sol entraba por las estratégicas aberturas de los techos y ello le
daba un aire de irreal; pero no me importaba, porque yo sabía de estar allí.
Empecé a recorrer los
pasillos y no pude evitar que mi mano se deslizara por los lomos de los libros;
como si al tacto pudiese absorver cada letra, cada palabra, cada historia. La
emoción me embargó de tal modo, que sentí faltarme la tierra debajo de los
pies, pero unos fuertes brazos me sujetaron.
(Este microrrelato pertenece a los
"Relatos Jueveros"
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