Habían
pasado exactamente nueve días e iniciaba a preocuparme. Controlé el bolso preparado
para la ocasión, por enésima vez. No quise continuar a dar vueltas, sino sólo
conseguiría volverme más ansiosa, por lo cual fui a ducharme. Me sentía enorme;
eran semanas que no me veía los pies. Pero tampoco me preocupaba por ello, ya
tendría tiempo de volver en forma –hoy me rio de esto-. El agua caliente casi
quemaba mi piel, y aunque me habían advertido que no debía exagerar con la
temperatura de la ducha, no podía evitarlo. Fue en ese momento que sentí como
una gelatina por entre las piernas.
Dios mío,
¿qué asco es esto? –me pregunté mientras tocaba con el pie ese moco
transparente que ahora estaba en el piso de la ducha.
No supe
responderme. Aún así, terminé de ducharme y salí del baño con toda la
tranquilidad. Lo llamé a él explicándole cómo me sentía, preguntándole si creía
oportuno ir hacia la clínica.
Obvio que
vamos... –dijo inmediatamente, y sentí por primera vez mi vientre contraerse.
Había
llegado el momento.
¿Cómo vas?
–me preguntó él mientras subía al auto.
No sé si
son contracciones o dolor de panza, con todo lo que se ha comido en estas
fiestas... –respondía riendo. No sé si voy a parir o a c....
Por favor
no lo digas. –dijo él en tanto que disimulaba una media sonrisa.
Finalmente
llegamos a la clínica, y en el instante que él me ayudaba a bajar del coche,
sentí que me pillaba encima. Por suerte una enfermera se acercó inmediatamente
con una silla de ruedas.
Creo
haberme pillado encima. –le dije sin más.
No mamá,
lo que acabas de hacer es romper aguas... –respondió sonriendo; giró la cabeza
buscándolo a él y preguntó: ¿Ha comprado la enema?
Que Dios
me libre y me guarde, fue lo único que pensé en ese momento. Y no podía dejar
de imaginarme un bebé cubierto de caca.
Ya en la
habitación probé a relajarme, a vaciar mi cabeza, mientras él completaba los
formularios correspondientes a la situación.
Habían
pasado horas, no sé cuántas, pero muchas, e iniciaba a sentirme cansada. Entró
el doctor en la habitación y le dijo a él que me llevarían a sala parto, que no
podían esperar más.
Pasó otra
hora hasta que la misma enfermera que me ayudó a entrar con la silla de rieda,
me llevó en la camilla a la sala partos. Me hablaba, tratando de serenarme, sin
mayores éxitos, obviamente. Fue allí que escuché al médico mientras decía al anestesista
que no podía esperar más, que comenzaba el riesgo fetal. Esta vez no había
dudas, entre el miedo y la fuerza de las contracciones, me había cagado encima.
Dios, ¡qué vergüenza! No volvería jamás a poner un pie en ese sitio. Observé el
reloj, marcaban las 05:10 am. Fue lo último que recuerdo. En el siguiente
instante, cuando abrí los ojos, me encontraba nuevamente en mi habitación.
No me
digas que... –le dije mientras lo miraba, él sabía cuáles eran mis miedos.
Que no... –se
apuró a responder. Que ni la has cagao ni la has parido, al final ha sido una cesarea.
Se giró
lentamente y luciendo la sonrisa más orgullosa que yo jamás haya visto, terminó
de decir:
Aquí
tienes a tu hija... –y la colocó sobre mi pecho.
Es el número 23: Ponte un poco escatológico y cuenta un nacimiento.)
(Hoy,
exactamente 24 años después,
te aseguro que no hay un sólo instante
en el cual
no volvería a pasar por todo eso,
con tal de sentirte así una vez más...
Te
amo, feliz cumpleaños!)